A mí nadie me visita si no ha tenido un problema previo. Algo que le quita el sueño y que, en muchas ocasiones, no es nada agradable de contar.
Así que, cada vez que un cliente nuevo se sienta en mi despacho, se produce una situación muy particular. Una persona que no te conoce de nada se ve obligada a desnudarse frente a ti relatándote sus desdichas. A veces son auténticas meteduras de pata por su parte. Otras son miserias frente a las cuales no tienen ningún tipo de responsabilidad. Pero, aun así, conllevan una carga de ilógico remordimiento. Ya se sabe, encima de víctima, culpable.
Total, que ya sea por activa o por pasiva, muchas personas se ven inundadas por una pudorosa vergüenza que les lleva a tratar de justificarse dándome todo tipo de explicaciones.
Y yo, en este tipo de situaciones, siempre intento tranquilizarles diciéndoles que conmigo no se tienen que preocupar, que yo estoy para ayudar, no para valorar a nadie. Porque siempre siento lo mismo: “quién soy yo para juzgarte”.
Claro que tengo mi propia opinión, claro que hay cosas con las que no me siento cómodo o, directamente, me repugnan. Pero si lo que me comparten no es afín a mis principios, sencillamente no acepto el caso. Tengo todo el derecho del mundo a no hacerme partícipe y cómplice de algo que no me gusta, faltaría más. Pero sin más ciencia o valoraciones. Punto pelota.
Y si me encargo de la defensa, lo voy a hacer con ojos comprensivos, porque cada uno tiene su historia y hay que ponerse en la piel del cliente para adoptar la perspectiva correcta. Si vas a criticar mi camino, te presto mis zapatos, que dice el dicho popular.
Pero, insisto, siempre recordándome un prisma básico y fundamental: yo estoy aquí para resolver problemas no para enjuiciar.
Pablo Romero, abogado en Granada.
Pablo Romero
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