Recientemente, me tocó ir a otra ciudad para firmar una herencia. El cliente prefirió pagarme el viaje a reunirse el solito con su familia. Así que me hizo un poder para que fuera en su nombre.
Y no es la primera vez que me ocurre. De hecho, es mucho más normal de lo que os podéis imaginar. Ya me ha tocado acudir a varias herencias en sustitución de mi cliente. En otros casos no sustituyes a nadie, pero el cliente directamente te pide que estés allí acompañándolos, mediando y poniendo un poco de orden.
Piénsalo, son situaciones en las que las relaciones familiares están completamente rotas y, una vez han fallecido los padres, ya no hay filtros a los reproches.
Así que ahí vas tú al Notario y te pones hablar con unos y con otros, tratando de que la sangre no llegue al río. Por supuesto, el resto de los coherederos te dan su opinión. O directamente te vomitan todo tipo de quejas y lamentos. Te ves inmerso en encarnizadas batallas ajenas, cada cual con su propia perspectiva del asunto.
Y en ese momento, toda tu sapienza legal sirve para bien poco. Porque nuestra labor, en ocasiones, va mucho más allá de aplicar leyes. El fuego cruzado en el que te ves inmerso nada tiene que ver con artículos ni códigos, se trata de artillería afectiva y emocional. Justo en ese instante, nuestra misión es la de conciliar, intermediar entre personas que ya no se miran a los ojos, tender puentes, o evitar que no se destruyan los que, a duras penas, sobreviven.
Por eso me gusta mi profesión, porque rezuma una vertiente humana, lejos de la frialdad de las leyes, que te puede llegar a convertir, ante la ansiedad del cliente, en un afable punto de apoyo.
Pablo Romero, abogado en Granada.
Pablo Romero
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