Cómo decidí que me tenía que independizar (quejarse II)
Como sabéis, soy autónomo y hoy quiero contar como decidí que me tenía que independizar. Vamos al lío y como casi siempre, empiezo con una anécdota.
Una vez pude ver como alguien despotricaba de sus jefes por las redes sociales. Por curiosidad, a continuación, leí los comentarios: un compendio de quejas a los empresarios, a la situación laboral y al sistema. Lo que me llamó la atención es que solo había una respuesta que decía algo así como «¿has probado a dejar de llorar, mandarlos a tomar viento y buscarte la vida por tu cuenta?»
Si bien este comentario no era excesivamente sutil o poético, creo que, de todas las respuestas que le dieron, era la que más merecía la pena. Y no porque los otros comentarios no llevaran razón, sino porque era el único que, realmente, no se centraban en protestar o lamentarse y trataba de dar una solución.
Entonces, ¿por qué en la mayoría de los mensajes se regocijaban en los problemas? ¿Por qué es tan adictiva la queja? Para darte una respuesta déjame que te cuente lo que yo viví cuando decidí que me tenía que independizar.
Cómo decidí que me tenía que independizar. Por qué la queja es tan adictiva.
Durante 10 años estuve trabajando en uno de los despachos más prestigiosos de Granada. Y si bien al principio iba todo sobre ruedas, lo cierto es que llegó un momento en que las piezas empezaban a no encajar. La relación con los dueños del despacho, sin ser mala, de pronto, ya no era tan fluida como antes. Comienzan las tiranteces y la caída pierde altura por momentos.
Por un lado, tenía claro que la situación en una empresa no es un camino de rosas. Es un trabajo, sometido a todo tipo de presiones y nervios. Y es completamente normal que surjan desacuerdos y fricciones. Pero otras veces, no podía más. No sé si has vivido ese nudo en el estómago al llegar el domingo por la tarde, porque el lunes toca volver a la oficina. Había gestado, yo solito, una úlcera emocional.
Ante esta situación, y como mecanismo de defensa (como los comentarios de los que hablaba al principio) me parapetaba en todo tipo de quejas y lamentos hacia mis jefes y el trabajo: que si nos exigen demasiado, que si no me valoran lo suficiente o que si la abuela fuma. Como puedes imaginar, con este tipo de actitud, la relación con mis jefes, lejos de mejorar, empeoraba.
Entonces, ¿a que se debe que estuviera tan enganchado a la queja? Pues porque quejándome, evitaba la temida responsabilidad de coger el toro por los cuernos y asumir responsabilidad. Porque, hacerte dueño de tu destino da cangüelo. Por eso prefería echar balones fuera y no buscar alternativas. La opción de independizarme no estaba ni se la esperaba.
¿Y cómo puede ser que no visualizara de ningunas de las maneras dar el salto? Pues muy sencillo. Agazapado, en mi interior, un miedo tomaba las decisiones: en concreto, el pánico a creer en mi, a valorarme y a sentirme capaz de superar los retos que me pudieran surgir.
Pero claro, tu ego no va a reconocer que, a ti mismo, te menosprecias , así que tiras de excusas: en concreto, esa falsa sensación de protagonismo que aporta la queja al sentirte víctima (pensaba que mis jefes iban contra mí, cuando ellos, en realidad, no tenían culpa de nada). La queja y el victimismo era el placebo perfecto: me hacía sentir activo (porque no te quedas con los brazos cruzados) y evitaba asumir riesgos y responsabilidades. La tormenta perfecta.
Hasta que un día este absurdo (culpar a los demás de lo que me pasaba) se hizo tan insoportable, que dentro de mí surgió un nuevo espíritu: el de dejarse de tonterías y ver las cosas como son: si (por el motivo que sea -por tus jefes, por ti mismo, o por un poco de todo-) ya no te encuentras a gusto en un sitio, la única solución es marcharse. Punto pelota.
Así que decidí dejar de quejarme y asumir responsabilidades. Tocaba quererme y confiar en mí. Costara lo que costara me iba a independizar. Y curiosamente, una vez tomada esa decisión, las quejas dejaron de tener sentido. Ya no perdía el tiempo valorando lo que pensaran los dueños del despacho. Esos lamentos, a mí, no me beneficiaban en nada. Ellos tenían todo el derecho del mundo a decidir como gestionar su empresa, faltaría más. El caso es que no era mi guerra.
Así fue como descubrí que, en realidad, me estaba autosaboteando, así fue cómo decidí que quejarse no sirve de nada y que me tenía que independizar. De pronto lo entendí todo, comprendí porque era (y es) tan adictiva la queja, me até la manta a la cabeza y me lancé al vacío. Años después no puedo estar más orgulloso de haber dejado de malgastar mi energía criticando a los demás, centrándome en dirigir mi propia película.
¿Conoces a alguien que se queje constantemente para esconder que tiene que afrontar una realidad? O tú mismo, cada vez que te quejas ¿qué es lo que tratas de evitar?
PD: aprovecho esta entrada para repetir a mis antiguos jefes (por si por un casual leyeran esto) lo que en su día les dije en persona: GRACIAS. Gracias por todo lo que me enseñaron y dieron. Tengo claro que, cuando decidí que me iba a independizar, cuando nuestros caminos se separaron, contaba con mucho ganado gracias a la oportunidad y enseñanza que me brindaron.
Pablo Romero. Abogado en Granada.
Fuentes: foto de entrada, foto de pie.
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