Autónomos: de como, a veces, somos nuestros peores enemigos.
Hoy he estado hablando con una compañera (y gran amiga) abogada. Dos autónomos contándonos nuestro día a día. Una de esas conversaciones que valen su peso en oro. Os cuento.
Comentábamos las ventajas y miserias de nuestra profesión, ya que, si bien nuestra labor es realmente preciosa, por otro lado, no deja de ser muy sufrida. Y, si además perteneces a la raza de los autónomos, te conviertes en esclavo de tu trabajo.
Es cierto, levantar todas las mañanas una persiana (o abrir la puerta de un despacho) implica una cantidad ingente de esfuerzo que no te permite tregua alguna (ya se sabe, los autónomos nunca nos ponemos malos) Las circunstancias que nos rodean son especialmente duras, exigiendo de nosotros la mejor de las versiones.
Pero siempre he pensado que si «soy rebelde porque el mundo me hizo así», tienes un serio problema. Porque regalas el destino a lo que te rodea, sin asumir tu parte de responsabilidad. Así que mi compañera y yo hemos activado el modo autocrítica, disertando acerca de cómo, los autónomos, en parte, tenemos gran culpa de lo que nos sucede.
Autónomos, a veces, nuestros peores enemigos.
Porque no hay nada peor que ser tu propio jefe. Se va expandiendo dentro de ti una responsabilidad malentendida que te lleva a no regalarte ni un ápice de sosiego, ni un minuto de descanso.
Porque en parte eso es lo que hemos heredado de nuestros predecesores. En el caso de los abogados, por ejemplo, nuestros maestros hacían gala de una absurda competición por ver quién apagaba más tarde las luces del despacho. Todo se traducía en que los autónomos teníamos que dedicarnos en cuerpo y alma a nuestra empresa, sin medicinal desconexión que valga. La familia o el tiempo para tus hobbies que se ponga a la cola y espere. Pásese usted mañana.
Y sin negar que es mucho el trabajo al que tenemos que hacer frente, también es cierto que hay un alto componente de indefensión aprendida en el que somos los propios autónomos los que damos por buenos ciertos patrones sin aspirar a buscar alternativas. «Esto es lo que hay». Y máxime en profesiones tan clásicas como la abogacía.
Pero no puedo dejar de pensar como, hace quince años, era impensable encontrarse a un abogado que no fuera ataviado con su disfraz de chaqueta y corbata. Y, sin embargo, ahora, es parte del paisaje indumentarias mucho más casuales que, en modo alguno, suponen una merma de la buena imagen que todo profesional debe dar.
Y si hemos superado este y otros muchos techos de cristal, por qué no soñar con un día en que, por mucho que seamos autónomos, seamos capaces de colonizar un punto de encuentro entre el trabajo y el tiempo libre. En que, por mucho que las circunstancias se levanten en armas, dejemos de autocompadecernos y ser, en ocasiones, nuestros peores enemigos.
Sí, es una tarea harto complicada, pero vamos a intentarlo.
Pablo Romero, abogado en Granada.
Rocío, gracias por estar siempre ahí 😉
Fuente: foto de entrada, foto de pie.
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